La inmigración masiva de gentes de diversas regiones de España que se produjo en Catalunya desde la década de 1920, ha provocado una situación de conflicto cultural que, des de el transmiserià de Carles Sentís o los aperitius de Josep M. de Sagarra, hasta las novelas de Julià de Jòdar, se presenta de forma más o menos traumática. Todavía hoy el tema sigue siendo tabú y la aproximación de Puntí tiene la virtud de poner sobre la mesa una realidad de la que públicamente no se habla mucho. Puntí presenta una serie de espacios característicos (el descampado, el bar, el cine, el colegio o la pista de autos de choque) y ofrece una colección de estampas basadas en recuerdos de su infancia en Manlleu que ponen en evidencia los prejuicios que los catalanes de nacimiento tenían hacia los recién llegados y la indiferencia que estos recién llegados (o más bien de sus hijos que en los setenta tenían 10 o 12 años) mostraban hacia todo lo que no fueran sus costumbres y las de su ghetto.
Lo hace con tacto de terciopelo. De entrada, explica que la infancia es una ficción y que todo aquello que de pequeño te parecían certezas, al hacerte mayor descubres que forman parte de una fantasía de identidad. Para reforzar esta idea regresa a las casas de Can Garcia que ahora muestran un aspecto desguitarrado, con puertas y ventanas tapiadas, y otras familias de inmigrantes que ocupan el lugar de los andaluces, extremeños y murcianos de otros tiempos. Aquella emigración de los sesenta fue -dice Puntí- un ensayo general de lo que ha venido después. Al fin y al cabo es una conclusión políticamente correcta. En cambio el libro no toca un aspecto fundamental: nos guste o no, cuarenta años después de los hechos que se relatan, la diferencia se ve a una legua y si no es mayor es porque muchos catalanes, como aquel Miquel Fabregó que en uno de los capítulos se pasea con un paquete de Winston camuflado en el calcetín, han mimetizado las costumbres de los castellans,por admiración o por no quedar fuera de juego en una sociedad construida cada vez más siguiendo sus patrones.
Temeroso del efecto que remover estos temas tan delicados, Puntí tira la piedra y esconde la mano, expone una situación y no examina todas sus consecuencias. Eso sí: evoca los ambientes con gran talento, sabe explicar con toda viveza las gamberradas de unos y otros, ofrece un retrato ambivalente -crítico y admirativo a la vez- de quinquis y malajes, y se recrea en los detalles, como en algunos de sus cuentos y en Maletes perdudes:las películas de Bruce Lee, los nombres de las vedettes del destape, la bicicleta BH verde, los tebeos... con aquel tono dulzón que tiene a veces.
Guerras culturales hay de muchos tipos (por ejemplo en Arbúcies, en los años setenta, entre pijos y pagesos),pero el choque entre catalanes y castellans existía y existe. Puntí lo hace visible por primea vez al margen del ensayo periodístico, donde Patrícia Gabancho ha escrito libros significativos. Es, como todos los libros de Puntí, un volumen muy bien escrito, medido, elegante, irónico y con una pizca de nostalgia.
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